La Ley de Prensa de 1938 estableció la censura previa en todas las publicaciones de la época e instauró la figura del censor, una persona pagada por el ministerio que se leía de cabo a rabo periódicos y revistas e indicaba si en alguna parte los textos no se ajustaban a la doctrina moral, religiosa y política del régimen. Aquellos lectores obtenían una visión parcial de la realidad, tamizada por el filtro del franquismo. Con la Ley de Prensa de 1966 dejó de existir la figura del censor y se pasó a la censura a posteriori. Hoy, gracias a internet, podemos acceder ilimitadamente a todo tipo de información, sin censura, pero volvemos a tener una visión parcial de la realidad. El censor ya no es de carne y hueso, ni va provisto de bolígrafos y tijeras. Ahora es digital, se denomina algoritmo, y nos muestra sólo lo que él cree que cada uno de nosotros queremos ver.
Como consecuencia de los censores, palabras como “braga”, “muslo” o “ingle” estaban prohibidas. En lugar de “carnaval” se usaba “carnestolenda” y se recomendaba a los periódicos, que por entonces pasaron a depender del estado, que limitaran las victorias rusas y ensalzaran las americanas y británicas contra los nazis al final de la Segunda Guerra Mundial. En la era digital, hoy todo es mucho más sutil pero también entraña un grave riesgo de polarización y desinformación.
Los algoritmos son filtros que seleccionan la información que la red nos presenta, personalizando cada vez con más precisión los contenidos que ofrecen en función de las preferencias de cada usuario. Esto hace que vivamos en el interior de una burbuja donde sólo encontramos puntos de vista similares a los nuestros y donde nos relacionamos con personas que piensan como nosotros. Un micromundo de iguales donde no hay lugar para la discrepancia o la diversidad y donde sólo se nos muestra aquello que es un potencial “me gusta”.
Nos encontramos ante un fenómeno tecnológico pero también social. Todas las personas tendemos a favorecer la información que confirma nuestras ideas, lo que se conoce como el sesgo de confirmación, y el algoritmo nos permite nutrirnos con información que tiende a demostrar lo que ya queríamos creer, reforzando nuestros prejuicios y convicciones. Junto a ello, la homofilia, o tendencia natural del ser humano a relacionarse con aquellas personas que se le parecen y con quienes comparten creencias, edad y clase social, se ha convertido en la base de nuestras relaciones en las redes sociales.
En este espacio virtual donde casi no hay lugar a las injerencias se desarrollan las llamadas cámaras de eco o echo chamber, es decir, salas con un eco muy potente. Aparecen cuando una posición de uno de los miembros de la burbuja (un post en una red social, por ejemplo) se amplifica con el eco provocado por los otros miembros del grupo, y ya no hay capacidad de relativización posible. Funcionan como un amplificador de informaciones que reafirman a los participantes en sus creencias y censuran las versiones discrepantes.
Las cámaras de eco son una metáfora de la singular manera en la que nos relacionamos y consumimos información a través de internet y las redes sociales. Creemos que vivimos en un mundo ilimitado con acceso a todos los puntos de vista y, sin embargo, sólo escuchamos la misma cara del problema. Una y otra vez.
Escucharnos a nosotros mismos entraña el peligro de creer que aquello que vemos en las redes sociales es lo único que existe y que nuestro pensamiento es el correcto. Cómo no vamos a pensarlo si todo lo que escuchamos a nuestro alrededor confirma nuestras creencias.
Aislamiento ideológico
En este mundo virtual paralelo, donde nuestra capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso se va deteriorando, es la autopista ideal por la que circulan las noticias falsas. El filósofo del derecho Cass R. Sustein, consejero de Obama para asuntos de información, ha alertado en numerosos libros del gravísimo daño que están produciendo a la democracia las cámaras de eco y los filtros burbuja.
Es este sistema cerrado, las visiones diferentes son representadas por una minoría que pasa desapercibida, y genera el efecto de tener acceso sólo a una parte de la realidad, el de nuestra gente más cercana que piensa como nosotros, creando un aislamiento ideológico.
Las redes sociales tienen gran influencia en la política. La huella digital que va dejando cada cibernauta cuando realiza una búsqueda en google o un like en Facebook permite una segmentación psicográfica del electorado, de tal modo que queda clasificado según sus valores, estilo de vida, actitudes o personalidad. El microtargeting en las campañas electorales consiste en agrupar a esas personas, previamente clasificadas, en microsegmentos específicos para hacerles llegar mensajes especialmente diseñados a cada uno de esos grupos.
Y aquí nuevamente surge el debate. Mientras que un sector defiende que la microsegmentación es una oportunidad para identificar las necesidades del elector, optimizar los recursos en las estrategias de campaña y afinar en un mensaje que consiga emocionar al ciudadano, también se alerta del peligro que supone restringir los espacios públicos de debate y el daño para la democracia.
La burbuja puede ser un instrumento útil para entrar en contacto con personas referentes de un sector pero también conduce al asilamiento ideológico y a la polarización. Para ampliar nuestra visión del mundo a través de las redes, necesariamente tenemos que diversificar nuestro feed, y para ello debemos prescindir del algoritmo.
Analicemos si nos relacionamos con más hombres en detrimento de mujeres, por ejemplo, así como la diversidad de enfoques que caben en nuestro timeline. No se trata de seguir a usuarios con los que estamos radicalmente en contra, pero sí dejar entrar aire fresco con otras opiniones que difieren de las nuestras. El aislamiento ideológico se combate escuchando, haciendo un esfuerzo por ver en qué puede llevar razón otra persona aunque piense diferente.










