En los partidos políticos y en los medios de comunicación hoy se habla de “construir un relato” cuando queremos referirnos a elaborar un discurso o una historia con la que convencer al público. Nada nuevo bajo el sol. El uso del relato por parte del poder dominante no es moderno; de hecho es una práctica de la antigüedad y en ocasiones ha llegado a influir en el ánimo de millones de personas. “I have a dream”, de Martin Luther King; “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”, de Salvador Allende; o “Ich bin ein Berliner” (“soy berlinés”), de John F. Kennedy, fueron poderosas palabras con repercusiones importantes en sus contextos históricos.
La tradición de seducir con palabras viene de lejos. En la antigua Grecia, en la ciudad de Siracusa, surge la retórica como ciencia que tiene el propósito de persuadir a los miembros de una asamblea para conseguir unos fines mediante un discurso estratégico. Desde entonces, el discurso ha sido uno de los elementos clásicos y más efectivos por parte del poder para ejercer el control de unos individuos sobre otros.
El profesor Gabriel Colomé define al político actual como un “líder seductor”, cuyos elementos de seducción vienen impuestos por los medios de comunicación y las redes sociales. En este contexto en el que mandan las emociones, los discursos políticos no son informativos y han perdido tradicional función que tenían de educar al electorado.
Cuando hoy escuchamos hablar a un político, prácticamente no estamos aprendiendo nada; el objetivo de sus palabras es captar la atención y la buena disposición del público. Aristóteles afirmaba que “los discursos inspiran menos confianza que las acciones”. Sin embargo, ahora los políticos convencen con palabras más que con hechos, de ahí el valor estratégico de los discursos.
Armar un buen discurso con el que convencer se ha convertido en todo un arte, y hay auténticos especialistas en escribir discursos. Son los speechwriters o ghostwriters (en inglés, los escritores de discursos). Hoy están alcanzando gran notoriedad, sobre todo en Estados Unidos, pero no siempre fue así. Se conocían como los “negros” de la política y permanecían en el anonimato, hasta que en las elecciones presidenciales de 1960, JFK sacó a la luz e hizo público el papel de Ted Sorensen.
Especialmente famoso ha sido el equipo de speechwriters del candidato Obama, capitaneado entonces por un veinteañero John Favreau, cuyo trabajo era bastante conocido y gozaba de gran prestigio, sin que ello supusiera una pérdida de credibilidad por parte del político. Más bien todo lo contrario.
A través de sus increíbles dotes de comunicación, Barak Obama se hizo político. Revolucionó las formas de contar las cosas en política, con discursos que estaban estructurados como sermones para buscar la comunión con la audiencia. Sus detractores afirmaban que su relato era todo envoltorio y sin sustancia, pero lo cierto es que cautivó a millones de personas en todo el mundo, e infundió un nuevo valor y prestigio al discurso político.
El poder del discurso es incalculable. A través de él se pueden crear relaciones justas o increíblemente crueles. Hoy la política nos ofrece constantes muestras, aunque es en la historia más reciente donde podemos ver la fuerza movilizadora de la palabra.
Ante 250.000 personas, en la escalinata del monumento a Abraham Lincoln en 1963, Martin Luther King pronunció su famoso discurso I have a dream, un alegato en favor de la igualdad y contra la discriminación y el racismo que se ha convertido en un clásico.
Desde la persuasión del relato político, se ejerce el poder y el abuso de poder. El ejemplo más cruel de la historia lo encontramos en el partido de Adolf Hitler, que diseñó una política de manipulación social desde las bases, creando una serie de metáforas y símbolos repetidos una y otra vez hasta que lograron construir una nueva realidad. Como decía el ministro de propaganda alemán J. Goebbels, “una mentira repetida se convierte en verdad”. En esa Arcadia feliz surgida a partir de un relato utilizado de forma perversa, Hitler encarnaba casi todos los arquetipos: sabio, guerrero, bienhechor, explorador, amante, creador, padre y hasta rebelde frente a quienes humillaron a la patria.
De los brotes verdes al escrache
La crisis económica vivida recientemente en España es un ejemplo de que el lenguaje no es neutro. Muy al contrario, se pone al servicio del poder para construir diferentes realidades.
Con el uso de eufemismos, determinadas decisiones difíciles de asumir y justificar quedaron disimuladas y el daño a sus promotores fue minimizado. Las metáforas explicaron también una realidad compleja y dolorosa, y permitió a los oradores ofrecer intencionadamente una determinada visión de la realidad.
La crisis económica ha “enriquecido” nuestro vocabulario con términos que hasta el momento nunca se habían aplicado en ese ámbito: brotes verdes, suave desaceleración, champions ligue de la economía, marea, acampada, escrache, hombres de negro, crecimiento negativo, austericidio, reformas, ajustes, planes de saneamiento y viabilidad, devaluación competitiva de los salarios… la lista es interminable.
Las manifestaciones de los políticos actuales acerca de los recientes pactos postelectorales también nos dejan una nueva terminología con tintes bélicos: cordones sanitarios, líneas rojas, muros… Y es que la metáfora es un excelente recurso para explicar fácilmente aquello que a priori puede ser complicado de entender.
El lenguaje político utiliza cualquier atajo expresivo que le permita persuadir a la audiencia, movilizando los sentimientos para lograr cambiar actitudes y conductas a través de las emociones. Como afirmaba el psicólogo francés Gustave le Bon “en las arengas destinadas a persuadir a una colectividad se pueden invocar razones, pero antes hay que hacer vibrar sentimientos”.